lunes, 27 de julio de 2009

La euforia por Gabriel Guerra Castellanos

Poco se puede añadir al paso triunfal de la selección mexicana de futbol, que en una epopeya deportiva logró sobreponerse a rivales históricos como Nicaragua, Panamá, Islas Guadalupe, Haití y Costa Rica para terminar avasallando ni más ni menos que al segundo equipo (o sea la reserva de la reserva) del representante estadounidense para alzarse con el prestigiado y codiciado trofeo de la Copa de Oro.
La nación entera se paralizó para ver el partido contra EU. De costa a costa, de frontera a frontera, los aparatos de televisión transmitieron la gesta heroica de nuestros futbolistas, que lavaron el honor patrio frente a la selección B (o sea los suplentes de los suplentes) del país que tantas afrentas nos debe tanto en el balompié como en algunas otras cosas menores como guerras, invasiones e intervenciones, heridas todas que sanan tras la victoria de hoy…
Ya descienden en estos momentos legiones de mexicanos orgullosos hacia el Ángel de la Independencia, sitio simbólico de la ciudad capital que los aztecas fundaron, los españoles colonizaron, que los independentistas hicieron su capital y que muchos patriotas defendieron hasta la muerte. Todo, todo para este momento inolvidable en que un pueblo se une en torno a sus nuevos héroes, no aquellos que nos dieron patria y que tímidamente recordamos en septiembre, pues ya no todos recordamos sus nombres. Tampoco aquellos que lucharon por el México en que creían durante la Guerra de Reforma ni los que se levantaron en armas en busca de democracia y justicia que no habrían de llegarles en vida. Tampoco aquellos pequeños y grandes héroes anónimos, esos que han ayudado a construir lo poco rescatable que tiene de instituciones y valores nuestro país. No, nada de eso, ninguno de ellos. Hoy festejamos como se debe a quien se debe: a nuestros gloriosos futbolistas que lograron la hazaña impensable de derrotar a los suplentes de las reservas del gigante futbolístico de la región, al hasta hoy impasable, impenetrable e invencible EU.
Los agravios históricos, decía yo, han quedado saldados, y también los más recientes, los de los abusos y humillaciones de los migrantes mexicanos en EU, los legales y los ilegales, que viven muchas veces como ciudadanos de segunda o como indocumentados de tercera y por los que bien pocos en México se preocupan cotidianamente. Hoy ni falta que hace pensar en ellos, ya no digamos reflexionar acerca de la triste realidad de que cuando el equipo mexicano juega en EU lo hace casi siempre como si fuera el local, o sea el favorito del público, el de todos esos millares de aficionados que vitorean al representativo del país que los expulsó de su seno al no poder, no saber o no querer ofrecerles trabajo y educación dignos, un ambiente limpio y decente para sus hijos que hoy se enfundan en una camiseta de un México que nunca los hizo suyos y que hoy sólo los recuerda cuando de retórica se trata.
Muchos millones más hoy celebran no sólo el triunfo deportivo, sino también —o sobre todo— la oportunidad de olvidar por unos instantes su triste realidad cotidiana, donde la crisis económica sólo agrava las condiciones de por sí insoportables de la pobreza en todas sus facetas, de las carencias que hasta las clases medias padecen en un México que hoy se alza glorioso pero que nunca se agacha para acordarse de sus menos favorecidos, de los pobres, de los indígenas, de los niños de la calle, de las mujeres golpeadas y maltratadas, de las víctimas de la delincuencia, de los excluidos y discriminados, de los que pagan impuestos y no ven servicios, de los olvidados de siempre y de los de olvidos más recientes.
¿Habrá quien se acuerde mañana de los seis millones de pobres nuevos en donde ya teníamos demasiados? ¿Alguien recordará las deficiencias de nuestro sistema educativo? ¿Será que reflexionaremos acerca de la paradoja de que los dos partidos políticos que históricamente más hicieron por avanzar la causa de la democracia en México estén hoy uno a merced de sus tribus y el otro al de la decisión presidencial?
No. Ésa es la respuesta simple y llana, porque tampoco será tema la incapacidad conjunta del Ejecutivo y el Legislativo para reanimar a una economía que se está cayendo en pedazos a un ritmo aun mayor al de 94/95 ni la del Legislativo para poder aumentar la certidumbre jurídica, esa pomposa manera de llamar a la fe en la justicia.
Tenemos los mexicanos una muy comprensible y muy saludable propensión al festejo. Celebramos lo mismo dichas propias que desgracias ajenas, hacemos de acontecimientos menores conmemoraciones mayores, y tenemos como costumbre nacional hacer de lo pasajero lo fundamental, de lo necesario un lujo y de lo irrelevante una épica. No creemos ni en las instituciones ni en el largo plazo, pues la construcción de las primeras y la llegada del segundo suponen paciencia, constancia y esfuerzo, características que consideramos inferiores a la espontaneidad, la improvisación y los pretextos.
No puedo creer en una victoria que no sea producto de la planeación, de la consistencia, del esfuerzo sostenido y de los planes bien forjados. Lo que fácil viene fácil se va, reza un refrán anglosajón que bien haríamos en aprender y repetir.
El triunfo de la selección de futbol frente a un rival secundario no es más que una buena tarde que ciertamente puede alegrarnos el resto del día, pero no hacernos creer que las cosas —ni las nacionales ni las del futbol— están resueltas.

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